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BuscarCategoríasEstadísticasÚltima entrada: 26.04.2008 09:41
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El gran Nive.Viernes, 3 de agosto del 2007
Es sábado, ocho y cuarto de la mañana, víspera de Santiago, y estoy metido en un tren que me lleva a Donosti. Aún no entiendo muy bien que hago, tras casi un año de inactividad física, vestido de excursionista errante y equipado con mi vieja mochila y mi bordón desmontable. El día anterior, un arrebato irracional me había instado a agarrar el petate, llenarlo urgentemente con cuatro cosas indispensables y una credencial de peregrino extraviada en un cajón, para largarme hoy a primera hora al inicio del Camino desconocido más cercano. Aunque en esta ocasión he de confesar que no soy el peregrino ilusionado de siempre y afronto una aventura, que no me atrae, sin ilusión y embargado en la desgana más absoluta. Únicamente la evidencia de que el Camino siempre me ha hecho bien y me ha reformado los interiores es la que me empuja a llevar adelante un disparate irreflexivo tan repentino: no ambiciono metas, no existen los objetivos, no me domina el anhelo, no me lo piden las entrañas, no siento el estímulo de la fe… No, no, no; nada. Al Camino se va uno cuando toca; excepto si nos hallamos en un caso de necesidad vital. Y el mío por lo visto lo es; aunque tal solemne aseveración seguramente pudiera ser matizada, y sobre todo rebatida.
Unas semanas antes ya me lo había recomendado alguien que mediante un intercambio de opiniones sobre las más dispares expectativas de la vida no desviaba la vista de mis ojos: -Vete a hacer el Camino de Santiago, es toda una experiencia. -Lo tengo hecho. -Bueno… ¿Sabes? Hay más rutas. Comienza el aragonés en Jaca y en cuanto se junte con el otro, ya verás si sigues o lo dejas. -Lo tengo hecho. -El del Norte o el vasco interior, desde Irún, muy cercanos y apropiados para estas fechas. -Los tengo hechos. -Que tal el que sale de… -No me apetece ahora. Y sin ganas, no puedo: punto pelota. … En la estación de la capital guipuzcoana realizo el trasbordo de rigor para montar en otro tren que se dirige a Hendaia, rondándome en la cabeza la pecaminosa y tentadora idea de escurrir el bulto y escabullirme a la Concha, tomar después un par de vinos en la parte vieja y unas horas mas tarde volverme a casa en el mismo vagón que acabo de abandonar. -También puedo pasar el día en Hendaia, reservar un hotel con vistas al mar y regresar mañana, bien dormido, bien comido y como si nada. Cuando se trata de Camino a nadie debo rendir cuentas. Verdaderamente me encuentro más flojo que un alfeñique. Nunca antes en ninguna otra correría he embalado con tanta frugalidad y parquedad la mochila, pero me pesa cuando la cargo a la espalda. Hay que ver lo traicionero y olvidadizo que puede llegar a ser el cuerpo humano. La tendencia a la relajación y la memoria de pez, del mío al menos, resultan irritantes. Y eso que me he abstenido de añadir algunas de mis prendas peregrinas más legendarias, como mi forro polar con coderas y refuerzos, el miniparaguas mágico y las polainas de profesional. Solamente llevo una pareja de camisetas y otra de pantalones cortos. Incluso he prescindido de mi tobillera de la suerte, ella es puro espíritu peregrino y ahora no creo; ni en los peregrinos ni en la suerte; no habría sido sincero llevármela puesta a un Camino que puede finalizar en cualquier momento y en cualquier parte… incluso antes de haber empezado y en la Concha. Si que me acompañan, colgando de los laterales de la mochila, mis inseparables sandalias todo terreno. Ellas nunca me han fallado desde que inicié mi primera incursión jacobea, y tantas peripecias de la mano marcan un vínculo incondicional. También cuelga en mi pecho la pequeña concha proveniente de las montañas de Monserrat, reservada para las grandes ocasiones, camineras o no, a la que en un acto reflejo, a pesar de no creer en la suerte ni ser persona supersticiosa, ya he besado en mi primer día de correría. Hay algo que si pesa: son los víveres. Llevo una botella de plástico de medio litro, un bocadillo de jamón serrano, una bolsa de patatas de sobre, otra de avellanas y otra de nueces. Y como plato estrella, medio kilo de fresas en una bandeja de plástico que compré ayer para el fin de semana, justo antes de asaltarme la atolondrada urgencia de achantar el mirlo. Y también llevo un libro; en realidad es un taco de folios cortados por la mitad encuadernado manualmente, del que arranco las hojas que voy leyendo como quien deshoja una margarita: “Melocotones helados” de Espido Freire, un libro no excesivamente alegre... Igual que la gente que viaja en el tren. Voy solo. Esta vez me hubiera gustado contar con compañía, pero el exceso de apremio y la falta de previsión no ha permitido margen ni para adhesiones recomendables, ni para indeseables que son las mejores. Pero quien sabe, en un mes veraniego como es julio, la posibilidad de encuentro con algún que otro caminante en circunstancias parecidas a las mías, me invita a ser optimista. El recorrido a Hendaia transcurre entre poblaciones industrializadas y sin excesivo encanto, donde los muros y las paredes que llego a atisbar lucen atestados de grafitis. No se libra una sola superficie vertical. Este modo de expresión suburbial será un arte, incluso no negaré que he apreciado en algunos de sus murales un trabajo exquisito y una facultad innata para la pintura y he llegado a admirar en otros su perfección de trazo y su colorido, pero jamás en mi vida he visto un solo grafiti que me halla parecido bello. La gran mayoría lo único que consiguen es estropear el entorno y crear un ambiente sucio; y si encierran una declaración de intenciones politizada tan habitual en Euskadi, además de sucio: falso; y los que logran penetrar en mi sensibilidad, lo hacen flotando en una misiva volátil imprecisa de aroma inconformista, pesimistamente reivindicativo, artificialmente tronado y mayormente cutre. Me bajo en el apeadero de Hendaia y accedo a su elegante estación de trenes situada a escasos metros. En ventanilla una señorita muy amable de labios pintados y aire de llamarse Bernardette, me confirma entremezclando francés y castellano (estoy en territorio vasco francés pero desgraciadamente el euskera no es excesivamente utilizado) que a las 10:26 sale un tren destino Paris que hace escala en Baiona... Y ampliando su sonrisa añade algo similar a: -Huit can soixante dix. -¿Pagdón? -Ocho eugos con setenta. Sivuplé. -¡Ah! ¡Tre bian! -¡Merci et bon voyage messieu! -¡Merci! ¡Orwua! Una vez confirmado el teorema de las dependientas simpáticas que sostiene que la intensidad de una sonrisa es directamente proporcional al precio estipulado, y pensando que si en vez de a Baiona hubiera solicitado billete a Paris, la encantadora Bernardette se habría muerto de la risa, me dirijo al anden de la vía uno en el que se encuentra estacionado el flamante e interminable tren de la TGV número 8534 con destino Paris -¡Ah! Paguí, Paguí -... Debo andar unos quinientos metros para dar con el vagón 06, mi plaza es la 63, y sentarme a disfrutar del viaje. Ya en marcha abro “Melocotones helados”, pero el paisaje me distrae y no consigo leer un solo párrafo: estoy francamente admirado con Francia y su pulcritud paisajística. A las once en punto de la mañana bajo del tren en Baiona: inicio establecido del Camino del Baztán que llevo pensado abordar. Visito la ciudad deslumbrado. Había estado de niño pero no recordaba nada. Me parece hermosa, guardando una sintonía perfecta entre la exquisitez señorial de sus fachadas restauradas y su sector salvaguardado y la mesurada condición turística, festiva y floreciente… -Para saborearla preferiblemente con la cartera holgada -voy deduciendo al asaltarme involuntariamente en el pensamiento el teorema de las sonrisas inspirado en Bernardette. Tras cruzar seguidos uno tras otro los puentes sobre el Adour y el Nive, me acerco primeramente a la oficina de turismo. Allí la prima de Bernardette, dotada de la misma sonrisa deslumbrante en el contorno enmarcado de su perfección labial, me sella la credencial y me indica en un folleto, marcando con su bolígrafo una recta paralela al Nive por su margen izquierda, por donde deben dirigirse mis primeros, y dubitativos, pasos. -Bon voyage, messieu. -Merci, madmasuel. No llevo prisa. Me interno en su casco antiguo; muy concurrido de visitantes que todo lo miran y paseantes que todo lo fotografían, a los que tengo que esquivar zigzagueando, ya que en su permanente asombro pasmado, ninguno va mirando de frente; y donde abundan cafeterías, chocolaterías, pastelerías, restaurantes, terrazas y establecimientos en los que se venden productos del país y suvenires y prendas de ascendencia vasca. Situada antiguamente en un castrum romano y desarrollada en la Edad Media a lo largo de dos ríos, acorazada bajo dominación inglesa con el sistema defensivo propio de las ciudades militares (así lo indica el folleto que sujeto en mis manos), parece beneficiarse de su cualidad turística más de lo que me había causado una precipitada primera impresión. Me acerco, rodeando el castillo viejo propiedad del ejercito, a su espectacular catedral gótica patrimonio de la humanidad, construida sobre otra edificación románica mas antigua y humilde que fue incendiada, cuyo levantamiento comenzó a principios del siglo XIII para ser finiquitados sus últimos detalles en el XIX… toda una eternidad ¿Cuántas vidas anónimas se llevarían sus trascendentes piedras por delante para que nosotros, para que yo, estúpido privilegiado ocasional, pueda apreciarla en estos instantes? Esta abierta y su visita es libre, exenta de pago; por lo que entro a curiosear y a sentarme a escuchar el silencio magno que atesoran siempre estas sagradas edificaciones que se elevan a los cielos y en las que uno termina siempre apabullado ante tanta divinidad… y con el cogote redoblado de dirigir la vista a las alturas. Tras cabecear plácidamente unos minutos, regreso al exterior de una mañana luminosa y soleada, que ya ha sobrepasado la hora del aperitivo por cierto, extrañamente renovado. Haga lo que haga, en el día de hoy al menos, no regresaré a casa. Voy a dar cuenta del necesario sustento, las visitas culturales siempre despiertan mi apetito, cuando nada mas salir por la puerta de la catedral, me da el alto un individuo escuálido y entrado en años, de barba enmarañada y con ese aire místico en el rostro de los hospitaleros permanentemente encandilados, comprometidos y consagrados al Camino puro de antes, y que quizás aun, en algún lugar, siga existiendo... De su cuello cuelga una cruz de Santiago roja, sonríe solícito, una sonrisa que amplía el teorema de Bernadette, la intensidad de una sonrisa es directamente proporcional al precio estipulado, excepto cuando el valor de este es tan elevado que es imposible de evaluar únicamente con la razón, e inevitablemente me pregunto si no se llamará Jean Pierre y no será el padre de la prima de Bernadette. -Bonjour ¿Pelegrin? ¿Chemin de Compostelle? Avez vous besoin d’une guide.. d’information du chemin a Compostelle? -Oui, oui, Pelegrin et chemin de Baztan…Pagdon Je ne compgepa le fransuas. -Avez vous besoin d’une guide.. d’information du chemin a Compostelle? -Pagdón?... Guide du chemin a Compostelle? No comprendo. Aparece entonces imprevistamente en escena un joven trajeado y encorbatado, que al darse cuenta de nuestros fallidos amagos en el complicado acto de la comprensión gestual, se presta a hacer de intérprete, -Hola. Si quieguen que les ayude en la tgaducción, no tienen más que decígmelo... El le pgegunta a usted si necesita infogmación sobgre la guta que va a realizag y si quiegue que le facilite una pequeña guía. –manifiesta en un español afrancesado perfecto y claro. Al joven de la corbata le sigue una señora de semblante encantador, cabello cano y unas gafitas minúsculas sujetas en la punta de la nariz, no sabría explicar porque pero habría apostado que se llamaba Margarithe y se trataba de una escritora de novelas de misterio, que se aproxima con tres perros salchicha y se cuela en el corro que se va agrandando por momentos dispuesta a colaborar. -Bonjour. Ustaritze se encuentga a quince kilometgos, siquiendo siempge el rio Nive desde la misma plaza del megcado ¿Comprgende usted? -Oui. Merci, madmuasell. Chambres en Ustaritze? Aubergue?... ¿Hostal? ¿Posibilidad de dormir? -Oui, oui. Du hostal avec chambres. Mientras tanto, Jean Pierre extrae nervioso y con manos temblorosas de uno de sus bolsillos un papel fotocopiado en el que, en trazos elementales, esta representado el Camino del Baztán de Baiona a Pamplona. El plano delineado por el mismo, refleja en una línea ondulada que baja de norte a sur la posición de las poblaciones más destacables, así como los eventuales finales de etapa con sus distancias y posibilidades. Me lo explica todo detenidamente, con una atención y esmero admirables, y me lo entrega ufano... No tengo palabras de agradecimiento. La gente que merodeaba por los alrededores se ha ido amontonando curiosa, como si se detuviera a presenciar una representación teatral callejera; y Jean Pierre, el joven traductor encorbatado, la escritora con sus perros salchichas, y yo con mi vieja mochila y mi bordón de dos metros estamos sorpresivamente rodeados, atentamente observados por varios pares de ojos; e incluso nos llueve los flashes desde alguna que otra cámara fotográfica... Y dentro de tan cómica circunstancia, extraigo la ocurrente deducción de que a parte de que no soportaría ser famoso, teniendo en cuenta mi falta de disposición y coraje, no merezco la atención que se me brinda. -Por último, no quiero entretenerles más… ¿un buen sitio para comer bien, tranquilo y barato? La escritora y sus perros salchicha se ofrecen a guiarme a una crepería provista, según comenta, de encantadora y tranquila terraza rodeada de macetas repletas de flores y me despido de Jean Pierre lleno de agradecimiento y estrechando con fuerza su mano; pidiéndole al interprete trajeado que le aseguré que le recordaré a menudo en el Camino… Aunque sea por Jean Pierre y su gentileza, y su entusiasmo, y su energía contagiosa que prende chispas en los cuartos oscuros, debería al menos llegar a Pamplona; o intentarlo de verdad. En la terraza de la crepería recomendada, sita en un entorno cautivador y sutilmente apartado del tumulto de la zona monumental, eligiendo entre varios expuestos en una pizarra, pido señalando con el dedo un menú escrito en francés, cuyo contenido es un misterio pero en el que el precio de ocho euros con cincuenta céntimos ha sido determinante en la elección... Marie Antoinette, me ha dado la curiosa manía de endosarles un nombre a todos los franceses con los que me cruzo, sonríe discretamente mientras me sirve en una mesita una pequeña copa de vino y… un primer plato ocupado enteramente por una especie de torta fina en la que va montada una loncha de jamón de york de igual diámetro, que es montada a su vez por otra torta fina que luce impecablemente coronada en su centro por una yema de huevo como un sol… -Bon apetit! -Merci. …El segundo plato es el postre: la misma torta fina pero en esta ocasión bañada con un chorretón templado de chocolate negro. Dominando el deseo de exigir al menos otra copa de vino, mi afilado sentido de la corrección me lo impide, relamo los restos de chocolate en la cucharilla sintiendo una punzada nostálgica por el recuerdo de menús pasados, degustados en regiones más generosas e implicadas con el esfuerzo que supone transitar por los duros y agrestes caminos… Como aquel tan memorable en un pueblo navarro, en el que dejé temblando el puchero de pochas y la botella de vino, y consumé tan glorioso momento gastronómico con unas codornices rodeadas de guarnición y una cuajada con miel de postre. Me levanto y reanudo la inspección cultural de la ciudad antigua, el claustro está cerca y allí encarrilo los pasos, mientras pico unas avellanas que he metido en el bolsillo y procuro mitigar así la sensación de apetito insatisfecho que no ha terminado de desalojar mi estómago. No hay nadie cuando accedo al recinto de estilo gótico, al igual que la catedral, y con varias muestras de tumbas antiguas expuestas en su perímetro... Se respira una calma serena, vetusta y bendita, como si en un sencillo jardín cercado de maravillas en piedra, creado para la meditación, me hallara, y me siento junto a un pilar a relajarme. Pronto se abarrota de turistas que disparan sus cámaras, hablan por teléfono, se llaman en voz alta, unos niños comienzan a jugar al “que te pillo” y la paz se esfuma; aún así consigo aislarme y saborear el ambiente y los contornos, mientras de vez en cuando picoteo alguna que otra avellana… -Monsieur! Monsieur! Sivuplé!... –Alguien grita desde el ángulo contrario del patio, es un señor con mostacho de coronel ruso; parece histérico, fuera de si, y diría que me señala y sus gestos exagerados y nerviosos van dirigidos a mí. Todos los visitantes presentes me miran alertados. -¿Eh? ¿Es a mí? ¿Qué pasa? Creo que se confunde. -Manger est défendu! Manger est défendu! Manger est défendu! –Replica a grandes voces. -¿Cómo? -¡Esta pgohibido comeg en el gecinto! ¡Esta pgohibido comeg en el gecinto! ¡Esta pgohibido comeg en el gecinto! ¡Pog favog! -¡Ah vale! ¡Tre bian! Que no me había dado cuenta –Me excuso, completamente estupefacto, a punto de darme un vuelco el corazón y absolutamente abrumado con el rígido sentido de urbanidad de los franceses... Ni que hubiera montado una barbacoa en el claustro. Por si ha estimado oportuno avisar a la gendarmería denunciando mi abominable delito, abandono el lugar y, lanzando una avellana al aire y encestándola limpiamente en la boca, me despido del guarda del mostacho de morsa y de sus vociferantes huéspedes, que tras la intriga momentánea continúan disparando sus cámaras, conversando por teléfono y jugando al escondite. -Hay que joderse con los franchutes. Cruzo el mercado, me arrimo al Nive y levo anclas. Es momento de despedirse de Baiona la rutilante, de remontar el rio, y de iniciar mis pasos. Un grupo de discapacitados acompañados de varios monitores se cruza en mi camino; uno de ellos realiza un comentario y todos ríen a carcajadas, en una sublime representación de la alegría por vivir. Repentinamente siento la mente despejada y el corazón suelto. Baiona, la Ciudad de las Sonrisas, queda definitivamente atrás. Me encamino por una cuidada pista asfaltada adosada a la ancha y tranquila corriente. Es un inicio ambicioso como advierte un poste indicativo, es el mismo para tres rutas diferentes, que tras unos kilómetros unidas se separarán: una que llevará a Saint Jean de Pied de Port y Roncesvalles siguiendo siempre el curso del rio, otra que encauzara hacía la costa y contacta con Hendaia e Irún, y por último la intermedia, la elegida: que se escurrirá por el valle del Baztán. Todas destino Compostela. Pero sobre todo es un paseo. Un plácido y tranquilo paseo. Muy transitado por paseantes, patinadores y bicicletas, junto a un rio que atrae una ostensible riqueza natural y crea a lo largo de su cauce armoniosos paisajes de ensueño; moldeados por verdísimos campos inmaculados, cuidados cultivos, frondosos bosquecitos y diseminados caseríos de blancas fachadas y contraventanas rojas… o verdes… o azules, siempre pulcramente preservados, estratégicamente dispuestos para redondear el encanto congénito de la región. También conocido en vasco como Errobi, el Nive es un rio afortunado, que nace en Saint Jean de Pied de Port y muere en Baiona, que el ser humano ha respetado y lo agradece inundando de belleza sus márgenes y creando en su curso bajo una comarca de fábula, de verdes campos y exquisitos caserones. Salvo por esta parte del rio, el Nive es un viejo conocido. Un rio que ya he catado en el pasado navegándolos en piragua sus cursos medio y alto. Es en ellos donde las aguas se embravecen, las corrientes rugen y los rápidos se revuelven; donde emergen también, combinándose en equilibrada sucesión, los angostos desfiladeros y los privilegiados pueblos asentados a su paso, cuyas casas cuelgan temerariamente asomadas al torrente. Es sin duda un rio con abolengo, ilustre; al que los moradores de orillas y desembocadura le forjaron su influyente historia, erigida sobre el pilar de su proverbial condición de vía de comunicación y de transporte. Antiguamente surcaron sus caudalosas aguas chalupas, pinazas y chalibardones. Aprovechaban las mareas y corrientes para el desplazamiento, ayudándose de largos remos de pala ancha, conocidos con el nombre de aviron, que aprestaban en la popa. O avanzaban rio arriba tirados desde la orilla por yuntas de bueyes. En una Baiona amurallada, en la que su único punto débil era el caudal libre del Nive, optaron por encadenarlo, y a la altura del último puente, el afamado puente du Génie, se atravesaron de margen a margen dos largas y pesadas cadenas de hierro, impidiendo así de modo eficaz el acceso a indeseables invasores… Encadenar un rio, no deja de ser una idea pintoresca... Los dos ríos que fundían sus cauces en la desembocadura, se repartían las mercancías: por el Adour desfilaban los granos, los vinos, la resina o la madera de las Landas y el Béarn; por el Nive circulaban las lanas de España, los cañones de Baigorri, el cacao, el azúcar, las especias y las telas. Un trasiego incesante de mercancías y viajeros… en el que los peregrinos también tomaban parte, y que a mi me habría gustado contemplar con mis propios ojos... Si, la verdad es que me hubiera encantado trasladarme por unos momentos e infiltrarme en el movimiento comerciante y portuario lleno de bullicio de un Nive medieval. En su mayor parte, uno es lo que ha vivido, y hay una porción de mi formada por los ríos; pues cuando uno los navega, desciende por sus corrientes, o cabalga a lomos de sus aguas bravas, ocurre lo mismo que con los Caminos que el peregrino hoya, y se crea un lazo cómplice, de compinchamiento entre camaradas … y junto con el Urola, el Bidasoa, el Aragón, el Arga, el Pisuerga, el Ebro, el Sil, el Deba, el Sella, el Asón, el Cua, el Órbigo y tantos otros… con el Nive, el gran Nive, se forja una especie de vínculo de sangre; que ahora al caminar a su vera, se acrecienta. Quiero darme un baño. Necesito sumergirme en sus aguas, sentir el líquido elemento invadiendo cada poro de mi piel: una inmersión purificadora o algo similar... Y refrescante. Pues aunque de trecho en trecho, la sombra de un grupo de castaños o de acacias me protege, el sol de las tres de la tarde de finales de julio en pleno auge proyecta su poderío abrasador en tierras labortanas. De vez en cuando me topo con un pequeño embarcadero instalado frente a la encantadora casita de turno, en cuyo encantador porche reposan sus encantadores propietarios, encantadoramente apoltronados en encantadoras hamacas de lona estampada en bandas rojiblancas… o verdiblancas… o blanquiazules, aconjuntadas con la fachada, siempre en un ambiente pulcro que raya una perfección francesa tan encantadora que llega a resultar petulante; pero no me convencen. Son unos embarcaderos sin ningún encanto; que no invitan al baño. Me echan para atrás. A la par de lo que parece un barrio aislado, una de las pequeñas plaquitas con las que señalan los Caminos a Santiago en Francia, discretamente creadas para que únicamente sean advertidas por quienes se dirigen a Compostela, me desvía de la pista y el rio y conduce a una callejuela que sube hacia la carretera, pero la ignoro. Las recomendaciones de Jean Pierre eran tajantes: pegado al Nive hasta Ustaritze. El Camino se despide del rio, pero antes de perderlo de vista quiero acercarme a su orilla a echarle una última ojeada y grabármelo en las retinas, y me salgo de él por medio de un estrecho y corto sendero que desemboca en una rampa de gravilla, que en suave inclinación, penetra en el agua. Escasos metros aguas arriba, una tosca presa atraviesa toda su anchura y el caudal es reposado, salpicado de tentadores destellos; deben ser guiños que me lanza el Nive. Es el emplazamiento ideal para darse un chapuzón. Me desprendo de la mochila y los ropajes y me sumerjo lentamente, pisando el fondo con tiento, en el gran Nive. El agua es fría y dulce; balsámica para los pies y el cuerpo… cierro los ojos y floto... Y tonificante para la mente. Tras el baño, me siento tranquilamente con los pies metidos en el agua. No llevo prisa. Menos que nunca. No existe la prisa en un Camino que puede acabar en cualquier momento y en cualquier lugar. Y ya se atisban los primeros chalets de Ustaritze. Y hoy no caminaré más... Alguien pesca al otro lado ¿Truchas quizá? Al parecer no soy el único sin prisa en el lugar. Un pescador jamás debe llevar prisa, la paciencia es su cualidad mas preciada. La paciencia y la fe. Creo que los pescadores y los peregrinos se parecen en cierta manera. Aunque en orillas diferentes, es posible que a causa de esta similitud estemos ambos sentados de cara al rio. Una libélula sobrevuela rozando el espejo titilante que es la superficie del Nive; en el que se refleja, ondulándose rítmicamente, la espesura de la margen opuesta; se posa en la hoja de un arbusto y me acerco a retratarla con mi cámara. Siempre me han gustado las libélulas. Nunca tuve miedo a este malévolo insecto que cuando era niño sacaba los ojos a los incautos, dejándoles ciegos. Posiblemente fuera porque ya tenía miedo a las culebras. A las libélulas se las veía venir, y si querían sacarte los ojos no tenían mas remedio que hacerlo de frente; en cambio con las asquerosas de las culebras uno nunca imaginaba por donde podían aparecer, reptando sigilosamente entre el follaje para morder e inyectar su veneno paralizante. Era un animal mucho más traicionero y escurridizo, una auténtica alimaña. Y con los miedos ocurre lo mismo que con los peces; que el miedo gordo se come al miedo chico… y la culebra se comía al “sacaojos”: es el teorema de los miedos. -Es momento de seguir, Ustaritze me está esperando.Hasta siempre, gran Nive. Ustaritze es un pueblo largo larguísimo, arrimado a la carretera que lo cruza y compuesto de ajardinados chalets en las afueras y de casonas señoriales de estilo colonial, enzarzadas en una pugna por distinguirse, en el centro. Mi prioridad es encontrar alojamiento y dedicarme el resto del día a descansar. Por hoy ya he tenido suficiente; pero primero requiero urgentemente de una cerveza fría. Ha transcurrido tiempo desde que terminé el agua de mi botella, y la sed que me asalta es de justicia. Hay dos bares relativamente juntos en el pueblo, y entro en el primero que me sale al paso, complementado con una terracita exterior que se encuentra vacía de clientela. Es un garito amplio, con mucho espacio, que rodea a una barra prácticamente cuadrada. En el interior cuelgan profusamente carteles y panfletos identitarios y reivindicativos, parece un tugurio dispuesto a una revolución inminente. Objetivamente llama la atención, pues es difícil imaginar en el mundo una región en la que se pueda vivir mejor, donde el nivel de calidad de vida y de bienestar social parece pleno... No sé, una impresión personal, pero no los veo de revolucionarios. Descubro un pasquín que aboga por la utilización del euskera, una lengua querida en peligro de extinción. -Kaixo. Aterako al diek garagardo pare bat mesedez? -Pagdon? El camarero es un joven con aire despistado, me viene el nombre de Didier a la cabeza, que lleva una gorra de militar, la cual hace girar en su cabeza una y otra vez para terminar de recolocársela casi casi como si fuera un tic; por el calor supongo. No me ha entendido y pienso lo inmensamente patético que resulta intentar aparentar lo que no se es... aunque estoy convencido que Didier, que parece un buen tipo, de ningún modo tiene la culpa. Ignoro como se dice cerveza en francés, un error imperdonable, pero le hago un gesto con una mano como si activara una palanca de arriba hacia abajo, le muestro la otra con dos dedos extendidos y pronuncio “du caña”. -Ah! Tre bian messieu! Una de las ventajas de caminar solo es que uno hace verdaderamente lo que le viene en gana en todo momento. Come cuando le apetece aunque no sea ni la una del mediodía aún, echa a andar si se aburre incluso a la hora en que mas aprieta Lorenzo, se baña donde se le cruza el cable, decide terminar la jornada en el siguiente pueblo a pesar de haber caminado mas bien poco… y se toma dos cañas seguidas sin tener que escuchar comentarios o reproches del tipo: “¡Ala! ¿Te vas a beber dos cañas seguidas? Mira que eres bestia; tómate primero una, y mas tarde ya te tomarás la otra”... Reconozco que es una confesión relativamente frívola, en absoluto transcendente, pero en cualquier caso, sincera es un rato largo. Me trinco la primera de trago, hasta tal punto que se me saltan las lágrimas; y me dispongo a saborear la segunda placenteramente sentado en la terraza. En el Camino todas las cervezas me parecen las mejores cervezas que me he tomado en mi vida. La terraza, al contrario que la del bar de al lado, esta desierta y aprovecho para reanudar la lectura de “Melocotones helados”, pero se llena repentinamente de un grupo numeroso y bullicioso de adolescentes: estamos en sábado y toca fiestón. Es curioso lo que sucede con las terrazas, uno advierte entre varias colapsadas, una terraza vacía, se sienta en ella tranquilamente, y automáticamente comienza a acercarse gente a ocupar sus plazas alrededor. Es como si se pasara de un “mira esa terraza vacía, por algo será, no me siento ahí ni de coña” a un “mira que bien está ese tranquilamente sentado disfrutando de la vida, pues yo también quiero” en un efecto parecido a lo que reza el refrán sobre acercarse al sol que mas calienta. No sé si es necesario comentarlo, pero creo que con la invasión adolescente que alborota a mi lado, me hallo ante un clarificador ejemplo del teorema de las terrazas. Ante el asombro que me producen, me es inevitable examinar detenidamente a los adolescentes. Todos son chicos. Y son unos adefesios de tomo y lomo; insuperables. Sé positivamente que mis pensamientos son signos evidentes de envejecimiento precoz y que desafortunadamente soy un carcamal prematuro, pero me resulta imposible comprender, ni estética ni científicamente, como se puede transitar por la vida con esa facha. Me quedo con uno especialmente. Va tan espantosamente vestido que despunta sobre el resto, un auténtico fantoche fashion. Lleva una camiseta de licra amarilla limón invadida por letreros en inglés de color rojo, unos abrillantados calzones naranjas con rayas negras horizontales, que prácticamente pueden verse en su totalidad, más aún por detrás que por delante, y un enorme pantalón caqui plagado de bolsillos que parecen alforjas cuya cintura se sitúa a una altura un par de palmos inferior a la de las caderas. Completa el vestuario con unas playeras negras de textura aterciopelada con los cordones sueltos y anchas como lanchas fuerabordas; es posible que el chico pudiera caminar sobre las aguas como Jesucristo. Además lleva el pelo engominado extrañamente; en punta pero en tres secciones, todo tirado para arriba, como si tan peculiar peinado hubiese sido confeccionado a base de calambrazos y collejas; y un aro dorado colgando en cada oreja. Lo que mas intrigado me mantiene es la sujeción del pantalón a esa altura sin que se le caiga hasta los tobillos, debe de contar con algún amarre oculto, pienso que pudiera ser un arnés que engancha en la zona testicular de algún modo, o algún otro procedimiento alternativo que no quiero acertar a imaginar. -Chambres? Aubergue? -Me decido a preguntarles. A los adefesios les hace gracia. Se ríen, supongo que será por mi francés, y hacen comentarios entre ellos... Hasta que uno que habla el castellano como si fuera de Burgos responde señalando la dirección por la que me ha traído el Camino –Por esta calle a unos doscientos metros, una casa grande en el lado derecho. -Merci –Apuro la segunda caña, recojo bártulos y marcho en pos del merecido descanso. Recorro la calle fijándome en sus casas, todas y cada una de ellas son enormes, algunas son mansiones. Una es tan enorme que es un Liceo. Se acaba la calle y no he localizado ninguna oferta... Pregunto nuevamente a un vecino asomado a una ventana. -Chambres? Aubergue? Hostal? -An kilometg –Me dice señalando la dirección por la que acabo de venir. Vuelvo sobre mis pasos. Creo que ya llevo pateados un par de kilómetros por el núcleo urbano de Ustaritze. Sobrepaso a los adefesios que ríen divertidos, sobrepaso la estilizada iglesia del pueblo de cierto aire anglicano, sobrepaso una pastelería, y llego a una pequeña plaza con un frontón al fondo. Hay dos hostales. Pruebo suerte con en el que se encuentra pegado a la carretera. Una señorita uniformada de sirvienta me comunica que no le quedan plazas libres pero que en Baiona seguro que encuentro una habitación. En el segundo, desde la ventana, el cocinero, o gourmet, me grita antes de que me acerque demasiado -Complete! Complete! Complete! -¿Es probable que en mi primer día ya me hayan confundido con un pordiosero?... No hay más hostales en el pueblo. La tarde va transcurriendo y, desandando nuevamente parte de lo andado, me acerco a la iglesia, cuyo reloj está a punto de marcar las seis y media. Pediré acogida a la antigua usanza, un trozo de suelo a resguardo es lo único que requiero. Ha habido suerte y localizo al cura en los alrededores. Pero antes de alcanzarlo, el hombre, escurridizo como una anguila enjabonada, se mete en el interior del templo y se dispone a oficiar misa ante su feligresía. -Hay que joderse con los franchutes. En parte me avergüenza reconocerlo, pero mi reacción es insensata, de principiante pardillo, indigna en un caminante curtido: he resuelto seguir Camino y probar suerte en el siguiente pueblo. De repente tengo mucha prisa, una prisa impaciente y estresante. Salgo del pueblo y tiro por la primera carretera que me sale al paso. Solo quiero llegar y echarme a descansar. Corro como alma que lleva el diablo, por un estrecho y deprimente arcén. He debido recorrer un kilómetro cuando diviso un cartel en francés que asegura, creo entender, que los pimientos de Ezpelette son extraordinarios. Ezpelette no me suena que forme parte de la ruta que estoy llevando a cabo. Extraigo el plano de Jean Pierre… –No, efectivamente es Soraïde, el siguiente pueblo es Soraïde a una decena de kilómetros de Ustaritze... Voy mal. Mal, no: fatal. Vuelvo por enésima sobre mis pasos; de no haberme demorado surcando de un lado a otro este pueblo hostil ya habría traspasado la muga... Me he calmado, he respirado profundamente cinco veces y he cambiado de idea. Buscaré un emplazamiento apropiado para pasar la noche, no será complicado... Inspecciono un urinario público, pero no me convence, a parte de demasiado estrecho, es un cuchitril inmundo e indiscreto; y no quiero encontrarme con que un adefesio mamado me orina en la cabeza mientras duermo... Unos pasos más adelante descubro un garaje privado con la puerta abierta, pero la idea de que el recinto esté custodiado por un perro de presa y que algún vecino, siempre hay un vecino frustrado que se consuela jorobando al prójimo, alerte a los gendarmes, me obliga a descartar la elección… Doy con una marquesina, provista de techo, ya nadie esperará que llegué el autobús. Pero es demasiado expuesto, el pueblo entero se enteraría de que hay un individuo sospechoso durmiendo en la calle, alguno se aproximaría a curiosear y los gendarmes tardarían aún menos en aparecer que en la opción del garaje… El pórtico de la iglesia, como no se me había ocurrido antes. Nadie echaría a alguien que duerme en el pórtico de una iglesia. Pero al llegar a ella verifico desolado que es una iglesia tan estilizada que cuando acaban los escalones comienza la puerta que accede al templo: no existe espacio físico… Además los franceses son tan refinados para las normas de urbanidad que lo gendarmes terminarían haciendo acto de presencia… -¡Coño con los gendarmes! No los he visto aún, pero están en todas partes. Está claro que no es posible dormir a la intemperie en Ustaritze, es un pueblo demasiado distinguido para una actividad tan miserable. Tendré que husmear en su extrarradio. Lleno mi botella de agua en el parque de la iglesia y sigo las señales que marcan el Camino. Del pueblo se sale en subida y paso junto a una especie de complejo compuesto por pabellones comerciales. Entre una pizzería y una sucursal bancaria, localizo una nave en donde su contorno queda limitado por un pretil de medio metro de altura que lo circunda; el suelo está asfaltado y parece un lugar tranquilo. Echado en el suelo nadie podría captar mi presencia. Una vez dentro del perímetro deshago la mochila y extiendo la esterilla en una de sus esquinas. Aún es de día cuando me acuesto en mi lecho metido en el saco de dormir, con la mochila medio vacía como almohada y el calzado a mi vera realizando la función de mesilla de noche donde van guardados la botella de agua, el móvil y la cámara de fotos. Abro “Melocotones helados”; siempre estoy en la primera página; y mientras leo, ceno el bocadillo de jamón y las fresas que me había traído. Cuando termino de degustar tan deliciosos manjares, cierro el libro, y llamo a mi familia. Me entero que mi hija va diciendo a todo el mundo que me he ido a París andando. Deben pensar que su padre esta chiflado. -¿Y que tal el albergue? -Como te diría, más bien confortable. -¿Está muy lleno? -No, que va. Más bien vacío. El sol se va desmoronando suavemente en algún punto, clausurando un día radiante. Es curioso, pero no tengo miedo a la soledad de una noche a la intemperie, ni a que me asalten lo ladrones, ni a que me detengan los gendarmes… Debe ser, como el caso de la culebra y la libélula, que se cumple el teorema de los miedos y que lo que verdaderamente me aterra es que el cielo se desplome sobre mi cabeza... …Pero eso no parece probable que vaya ocurrir hoy. Según oscurece se van encendiendo, son como puntos luminosos en el cielo, van surgiendo aleatoriamente, una aquí, otra allá… Estoy tan cansado que me cuesta darme cuenta de que son estrellas; hacía mucho que no las veía… Una noche espléndida cae definitivamente. Estoy maravillado. Ahora hay millones, titilantes en un inmenso cielo plagado. De reojo veo la luna, se ha colgado sigilosamente. De repente, se apaga todo… … Se me han cerrado los ojos.
Publicado por Bolitx
en 04 Relatos de Camino
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