Me lo crucé después de Zenarruza, allá en el camino del norte. Estaba descansando en la espesura al pie de un árbol. Aquel día hacia un calor húmedo y pegajoso. Era de baja estatura, mediano como un hobbit pero extremadamente delgado. Su mochila ocupaba más que el. De lejos me había parecido que era un niño, pero al acercarme comprobé que era mayor...muy mayor. Me saludó alzando la mano y me paré escépticamente a conversar.
Me dijo que se llamaba Pierre, y a pesar de ser francés era muy simpático y agradable, un peregrino diferente: auténtico. Parecía lúcido y a la vez feliz. No hablaba castellano, pero si un correcto inglés. Yo que no lo domino intenté comprender lo que me contaba.
Me enteré, entre otras cosas, de que contaba con varios Caminos a sus espaldas, que tenia 78 tacos, que venía caminando desde su casa en Paris, que pesaba 55 kilos y que haciendo el camino podía llegar a perder cerca de 8. Que iba solo y sin móvil, que no le hacía falta por qué no tenía a nadie a quien llamar. Que no sentía miedo a lo que pudiera acontecerle y que si se moría en el camino mejor que mejor… “morir Caminando es la mejor muerte”. Que iba a Santiago pero sin querer llegar nunca. Sonreía continuamente...
…La expresión de su rostro fue lo que más me llamo la atención. Si te fijabas en sus ojos, tenían un fondo como de tristeza, un inmenso, infinito océano en calma, pero sin embargo miraban resueltamente, con un aire retador, como si estuviera inmerso en una aventura y estuviera seguro de que iba a salir triunfante. Era llamativo, pues transmitían un optimismo apabullante y una sosegada calma a partes iguales, y además contagiaba un coraje reconfortante.
Nos despedimos después de una hora de conversación. No lo volví a ver más. En otro camino quizás...
... Aunque no creo que se acuerde de mi.