Graznidos que resonaban como en un eco y trazaban en mi mente un signo de interrogación. ¿Que depararía el día? Llovía suave… ¡Ah! no, no tan suave: un sirimiri intenso mas bien.
-Muy buenos días por la mañana temprano tenga usted, señor grajo rufián del Bierzo -Le deseé con amabilidad y educación, y me lancé al Camino desplegando mi mini paraguas de Tom Bombadil, que ha superado la prueba del viento con un soplo equivalente al Katrina, como muy bien me demostraría posteriormente en varias ocasiones. Empuñando el bordón con la zurda marché raudo hacía mi objetivo prioritario:
-Un café con leche con un cruasán y un café solo, por favor.
No hay nada como desayunar en el Camino después de haber pateado unos kilómetros con la panza vacía. No participo de esa costumbre de muchos peregrinos de ponerse a preparar el desayuno a las seis de la mañana sacando todos los cachivaches de la cocina del albergue y poniéndose chatos a esas horas tan intempestivas. Recuerdo cuando yo me iba ya, el banquete buffet con zumos, frutas, cereales, papillas sospechosamente oligoelementadas y demás alimentos multinutritivados del que estaban dando cuenta en Ponferrada un grupo de europeos de varias nacionalidades,.y especialmente una alemana arreándole un mordisco a una zanahoria, cruda:. La arcada que me sobrevino fue tal que casi sale catapultada mi mochila desde mi espalda a varios metros delante de mí. Yo me papeo eso y me tengo que volver a meter en la cama del modorrón que me entra. En el Camino hay que comer con hambre, beber con sed y caminar como si danzaras, y yo no solo procuro cumplirlo sino que esta vez no había más remedio. El Camino obligaba a ello y simplemente era eso: Camino.
Me encontraba en la estación-servicio de nombre Valcarce. Valcarce creo que viene de valle encarcelado, y es increíble lo libre que se puede sentir uno en un lugar tan apresado como ese. Apresado de verde intenso, de montes, de bosque, de frescura matinal y de aires puros que lo inundan de lleno provenientes del Bierzo y de la inminente Galicia. ¿Se podía estar mejor?
Pues sí, me encendí un Rossli pequeño para acompañar el café solo, y en el televisor de pantalla gigante del bar apareció Julieta Venegas, que maravilla… “Solo tenerte cerca, siento que vuelvo a empezar. Yo te quiero con limón y sal, yo te quiero tal y como estás, no hace falta cambiarte nadaaaa…”. Julieta Vargas cedió el paso a David Bisbal y sus emocionadas pataditas que me obligaron a seguir la marcha. Ahora llovía a cántaros y yo me entregué encantado, de la mano del Valcarce, a la lluvia y al Camino... Aunque a decir verdad ya tenía ganas de dejar ese infame carril asfaltado pintado de amarillo.
La Portela, a la que con ese nombre de cumbre se llega llaneando, y Ambasmestas quedaron atrás y me adentré en Vega de Valcarce por la calle principal andando por mitad de la carretera. Es una estupidez, pero sin ninguna explicación me emocioné en ese momento, que felicidad, llegar por fin allí después de tantos años y que recuerdos tan gratos.
El pueblo se encontraba prácticamente desierto y entonces lo vi a mi derecha: "El Cazador". Yo no andaba cazando precisamente. ¿O si? Pescando mas bien, pero como hacía seis años que me había echado unas cañas allí, pues quise hacer una visita de cortesía. Todavía no era la hora del vermut, pero como había madrugado, como si lo fuese. Además que coño importaba si era la hora del vermut o la hora del té, era la hora de lo que a mi se me pusiese en la punta de la gorra, que por algo estaba en el Camino. Bueno tampoco era ese el motivo, pero como no sabía cual era el motivo, pues me motivaba bastante y pedí un campari, por favor.
El campari entró, se dispersó por mi interior y se entremezcló con mi sangre por todas las arterias, haciendo excelentes migas con los leucocitos. Por lo demás no noté nada raro, solo como una tensión en las mejillas tirándome hacia arriba y en dirección a mis orejas, una euforia contenida que no venía a cuento, ganas de parlotear, y cuando salí del bar después de intentar entablar baldíamente una conversación con un camarero mudo y seguramente harto de tanto peregrino, empecé a tirar desorientado hacía atrás y por donde había venido. Pero, “tate”, me di cuenta a los cinco pasos -¡Que era de coña!
Que ganas de caminar llevaba, era un ansia el que me invadía. Me sentía un depredador de Camino, y a ritmo vivo volví a la vera del Valcarce, que bajaba desbordado de caudal y desbordante en rápidos, rabiones, saltos y presas. Aguas vivas, aguas bravas.
-No me importa si vienes o si vas, si subes o si bajas, solo quiero tenerte cercaaaaa...
Retornaba a mi cabeza la canción de Julieta. Había dejado de llover, e incluso se percibían unos tímidos rayos de sol. Solo me faltaba eso: subir el Cebreiro con buen tiempo.
Cuando la última casa quedaba atrás, alcancé a un anciano que iba paseando apoyado en el paraguas, unos ojos sinceros y sabios que acompañaban un amable rostro me miraron y entablamos una agradable conversación.
-Todos los días, llueva o haga buen tiempo voy hasta Ruitelan y vuelvo... a mis 85 años. Todos, todos los días.
-Ya tiene mérito usted, ya.
-Pasan muy pocos peregrinos ahora, pero en verano esto es una romería.
-Estarán ustedes hartos, ya.
-No que va, los peregrinos son buena gente en su mayoría, en Torremolinos tienen la playa, y nosotros tenemos el Camino de Santiago. Cada uno lo suyo.
Me contó como trabajó unos años en Bilbao, donde hizo la mili, que ya no nevaba como antes, que en la vida muy pocas cosas son verdaderamente importantes, y me explicó por donde tenía que seguir para llegar a las Herrerías. En Ruitelan nos despedimos dándonos un apretón de manos y guiñándome un ojo sentenció.
-Nos vemos dentro de seis años.
Crucé un pequeño puente a la izquierda por mano de una pista y rebasé la aldea de las Herrerías. Allí olía a leña y, el Cebreiro se sentía, pero todavía ni rastro de subida.
Me equivoqué, ahí adelante se presentaba una pista en subida, ya era hora. La acometí con decisión y rabia, y enseguida cogí altura. Y con la altura vinieron las vistas, y se me mostró el Verde, el Verde entero. Llegué a un desvío a la izquierda que abandonaba el asfalto y me sorprendí, pues era en bajada. Y yo quería subir, subir. Subir a tocar el cielo con mi bordón. Me iba a lanzar, pero no podía, mis pies aullaban y pedían tregua. Me descalcé, lo que fue un incordio por las polainas. Brotaba vaho de las botas, me puse las chanclas y descansé al borde del camino aireando y masajeándome los pies. Creo que había cometido un fallo con las botas, me quedaban bien pero tirando a justas y con los kilómetros, al calentarse los pies, estos se dilataban y quedaban excesivamente aprisionados, y por eso me dolían como si un callo los abarcara en la zona delantera.
Sentado encima de la mochila, lo miré inmóvil como me tentaba como un torero a un toro. Sí, me estaba llamando. Era precioso y yo quería embestirlo. Por fin el suelo era de tierra y barro, y el bordón volvería a ser útil tras pasearlo durante kilómetros sin saber que hacer con el por ese carril asfaltado pintado de amarillo en el que andas como escorado, a merced del peralte de la curva de turno; bien a derechas, bien a izquierdas, tanto monta, monta tanto. Me comí unas avellanas y me eché un buen trago de agua.
Un trozo de cielo, encima mío, estaba despejado y las nubes aparentemente se alejaban. El aire era frio y me urgía a ponerme en movimiento, así que me calcé y entré a matar... La subida al Cebreiro a parte de un mito es un timo. Aunque quizás no me encuentre poseedor de la suficiente objetividad como para dar una opinión fiable, pues yo mas que subirla: la levité. Hasta la Faba. Afronté la subida con pasión de amante, como si me fuera la vida en ello. La cabeza, las piernas y los pies se convirtieron en un solo ser que subía por un sendero que me pareció mágico. ... Además, me estaban llamando desde arriba. Oía algo.
Conforme iba andando lo oía mas nítidamente. Me llamaban y estuve a punto de gritar.
-¡Que ya voy, coño!
La llamada se hacía más y más clamorosa y apremiante. Hasta que llegué a un punto donde lo escuché claramente. Se trataba de… ¡un rebuzno! Un rebuzno perfecto. Un rebuzno claro, largo y pausado. Me partí de risa. Yo considerando la idea de si me estaría animando desde las alturas algún espíritu jacobeo o telúrico o algo, y era un jodido burro. Al poco rato lo divise pastando en el borde del Camino, un precioso asno que me miraba contrariado, como si no le cuadrase. Le hice una reverencia y le saqué una foto.-Bien Platero, bien. -Adelante, a unos pasos, se revelaba la primera casa de la Faba.
Hollé el poblado. Me encontraba eufórico, como si hubiera obtenido un triunfo o hubiera ganado un torneo. Me senté junto al pilón de la fuente y observé el panorama tranquilamente. La Faba me pareció una aldea con un deje arcaico, y estimulado por mi imaginación, me transportó a tiempos remotos. El viento soplaba libre allí, en aquellas alturas por encima del encarcelamiento del valle; y también meneaba una campana que colgaba de una casa, no sé si no se trataba del refugio de peregrinos -Tink, tink, tink, tink... -añadiendo su tañido un encanto apropiado a la situación y al lugar.
Bebí con sed directamente el agua helada de la fuente y al incorporarme... tenía un tipo a mi lado, fumando.
-¿Como va eso, peregrino?
-Muy bien. -Respondí mientras me llegaba un penetrante olor a yerba quemada de primera calidad, y a su vez, empezaban a caer gotas de un cielo nuevamente encapotado.
-¿Quieres pasar? Tenemos fuego y se está caliente.
Me lo pensé, miré al cielo y tenía muy mala pinta. Iba a caer la de San Quintín... Miré al tipo. Sus ojos brillaron y me convenció sin dejar ningún tipo de atisbo a la duda, ante la duda, la más tetuda.
-No, quiero llegar a Cebreiro para la hora de comer y pegarme un homenaje, que hoy es domingo. Gracias.
Recomencé la subida por carretil asfaltado, animoso y confiado ¿que eran cinco kilómetros? Nada... Sin embargo, enseguida empezó el drama. El cielo se volvió negro y lo vi avecinarse raudo sobre mi, un manto nuboso que desprendía agua a chorros. Se iba a desplomar encima de mi cabeza. Empezó a llover con ímpetu y un fuerte viento lateral y de frente arreció acompañando al aguacero. Me empezaron a doler los pies, pero no podía parar, no había donde resguardarse y el Camino seguía hacía arriba. Intenté acelerar el paso, pero era imposible, el dolor no me lo permitía. La lluvia se tornó granizo y después se convirtió en agua nieve, me azotaba sin tregua y tenía además que soportar las embestidas del viento que agitaba con furia mi capa. Me sentía un velero frágil y minúsculo en pleno temporal marino.
Las nubes descendieron a la altura de mis ojos, cerrándome el paso. Pero mi cabeza se encontraba inalterada, llegaría a Cebreiro sin parar y “por mis santos cojones”. No se lo que tardé, caminando cada vez mas despacio y mas encogido, pero aquellos escasos cinco kilómetros duraron una eternidad y fueron una tortura. Aun así de vez en cuando apartaba la capucha de la cara y miraba hacía los lados, la vista con aquella furia invernal era sobrecogedora. Cuando creía que era imposible que lloviera mas fuerte y no veía a cinco metros, me di de bruces con... O Cebreiro.
Y ahí se encontraba la remota aldea, esperándome sin inmutarse. Descendiente de un asentamiento prerromano, con su iglesia de Santa María de baluarte, y sus setas de piedra y tejado enramado de origen celta: O Cebreiro, uno de los enclaves más antiguos de la ruta jacobea, y en la actualidad y gracias a “España directo”, posiblemente el lugar más famoso del Camino. Un pueblo volcado con los peregrinos…pero, pero nadie vino a darme la bienvenida, que raro. Estaba más mojado que un chito, era una jorobada joroba andante y chorreante.
Recordé la historia del pastor de la aldea de Barxamaior que subió a oír misa a Cebreiro un día de copiosa nevada. El fraile, que era de poca fe el jodido de él, no apreció su sacrificio, y luego a la hora de la consagración del sacramento, la hostia se convierte en carne y la sangre en vino... ¡La ostia! Eso digo yo, sin comentarios; a subir desde las Herrerías le mandaba yo al fraile, con la que me ha caído, en gayuflos, con chanclas, con una mochila de 30 kilos y sin bordón. Ya verías tú que pronto recuperaba la fe... no te digo.
Hablado de hostias y sangre... tenía un hambre de lobo, de carne y vino. Pero antes me asomé a la iglesia dejando un rastro de agua y sellé mi credencial con tres sellos. Que curioso, faltaba el de las pallozas, uno muy guapo que puse hace seis años.
Sentí que el destemple alcanzaba hasta a mis huesos y me dirigí a la taberna de nombre Carolo, pero como me topé con otro garito antes, entré allí.
-Muy buenas. Una copa de vino blanco, por favor... ¿Tienen menú del peregrino?
No me enteré, pero entré como un elefante en una cacharrería,... Casa Valiña estaba atestado por la gente habitual de domingo, era la hora establecida del vermut según los cánones ordinarios, y yo me presenté en la barra con la mochila a la espalda, la capa goteando, empuñando mi bordón de dos metros y dejando una ristra de agua. Me di cuenta cuando mis ojos se cruzaron con los del camarero y los pillaron reflejando, algo parecido a incomodidad. Encima, se me desprendió el bordón de la mano y cayó restallando contra el suelo. Todo el bar mirando: Mister Bean ataca de nuevo.
-Deja la mochila ahí, en la esquina -Solo le faltó rematar la frase con “cojones”. Me senté discretamente a la mesa en donde me habían indicado y mientras me tomaba el vino comencé el complicado proceso de desempaquetamiento. Con disimulo y discreción.
Con la capa no sabía qué hacer, la transformé en una bola de momento. Me desprendí de la mochila y la encajé contra la esquina, me solté las polainas, incordio de cacharros, con dificultad, pues con la postura se me subía la bola. Me quité el “buff” del cuello y lo estrujé debajo de la mesa, ¡chrrrrrrrrr! oí como caía el chorrito. Fuera con la térmica y me puse un forro polar seco; y finalmente me desembaracé de las botas, tirando de un calcetín, salió volando y fue a parar a otra mesa que afortunadamente se encontraba vacía. Sustituí las botas por las chanclas y... ya estaba casi listo.
Solo faltaba... ¡Coño!, un radiador aquí al lado. ¡ejem! ¡ejem! Con discreción también, haciendo como si me rascara la pierna, incrusté en el dos pares de calcetines, las polainas, el paraguas, el “buff” y la capa hecha una bola; encima extendí la térmica. Miré al camarero y estaba de cháchara con un cliente. Ahora sí, que bueno estaba el vino.
El pantalón lo tenía húmedo y me acerqué a la chimenea, pero estaba ocupada. Por el mendigo de Cebreiro, que entre sesiones de petición de limosna en la entrada de la iglesia, se echaba un vino de vez en cuando para calentarse, creo que hace seis años también estaba. Pero se apartó haciéndome un hueco y allí nos quedamos los dos, extendiendo las manos hacía el fuego. El peregrino y el mendigo, y por mis pintas y por las suyas, no había gran diferencia. El con una copa de tinto y yo con una copa de blanco.
Mis pies al aire sonreían de placer mientras se secaban en la repisa de la chimenea. Sus manos liaban con habilidad un cigarrillo. El mendigo no decía nada y yo no sabía que decirle, pero no hacía falta y no resultaba una situación incómoda. En un entrecruce de miradas me sonrió y sus ojos dejaron por un momento de expresar... algo parecido a sumisión al puto destino. Se encendió el cigarrillo y me alzó la copa. Y yo respondí con profundo respeto. Las llamas de la hoguera danzaban alegremente, y las mías también.
El mendigo se abrigó y salió a pedir, y yo entré al comedor buscando una mesa situada cerca de un radiador de los que colgaban de las paredes. Curioso, a medio camino entre el bar y el comedor me encontré con una tienda de suvenires jacobeos.
-Estos desde luego le dan a todo.
De primero me tomé una calentita sopa de fideos a la gallega, que luego ocurre igual que con la fabada de la vieja saltarina del anuncio, pero que estaba como para ponerle un piso, y con la que monté un poco de circo, Mister Bean nunca me deja del todo. El caso es que me dejaron un puchero entero para que me sirviera lo que quisiese, en el centro de la mesa, y yo en vez de arrimar el puchero al plato, no. Cogí y acerqué el plato al puchero, a lo bilbaíno. Me puse a achicar el puchero y a llenar el plato hasta que no rebosaba por medio milímetro... Dejé el puchero temblando, pero el plato se encontraba demasiado lejos. Así que me tuve que medio incorporar y tragarme cinco cucharadas semiagachado para desahogar un poco el asunto. Después comencé a acercarlo con mucho tiento, milímetro a milímetro, pero me dio un inoportuno tic de repente, la sopa ondeó dentro del plato, se formó una ola, salto con ímpetu y rompió contra el vino, el pan y el mantel... De segundo costillas con patatas, y de postre una tarta de castañas, todo a lo gallego.
-¿Café va a tomar?
-Sí, pero en la barra, con un “Rossli” pequeño; y échele esas gotas tan digestivas de acompañamiento, por favor.
El bar se había vaciado de clientela y el mendigo se encontraba de nuevo allí, con una copa de vino y un cigarrillo. En ese momento después de comer, me suele entra bastante bajón y me vienen las comeduras de tarro, pero en esta ocasión, en Cebreiro, un halo positivo me invadía. Me encontraba tranquilo, despejado, sin sueño e increíblemente… recuperado. Comencé a inquietarme y a ponerme cada vez más nervioso, era el Camino que me llamaba. En principio tenía pensado dormir allí, pero el albergue se encontraba cerrado por obras, así que tiraría hasta la casa de la señora Remedios, a la que había conocido hacía seis años y tenía muy buen recuerdo se sus ojos.
Salí y ya estaba en el Camino. Tiré adelante en bajada. No llovía pero hacía frio y paré a abrocharme la capa. A mi derecha, entre dos casas de piedra, se veía una obra de arte fabricada a medias entre el hombre y la naturaleza.
-La palloza más bonita del mundo.
Me despedí de O Cebreiro con deferencia. Y también del fraile de poca fe, del pastor de Barxamaior y del mendigo. Y es que uno tiene un poco de cara de pardillo y cree, que a veces se puede ser el fraile, otras el pastor, y siempre lleva la corazonada de que algún día le puede tocar ejercer de mendigo.
-¿Que es, por arriba o por abajo? Por arriba ¡Bien! Tenía unas ganas inmensas de caminar.
El sendero serpenteante me llevó en volandas en un atardecer de ensueño, primero entre árboles y después mostrándome la inmensidad gallega donde el Cebreiro no era más que una tachuela. Una inmensidad sobrecogedora teñida de infinidad de tonos verdes brillantes en un paisaje asombrosamente nítido. Y mientras me deslizaba por las alturas, el Camino me otorgó su regalo mas guardado, y marché en soledad, dueño por unos momentos de todo aquello, un Senescal de la ruta jacobea… o un simple peregrino. Todo lo que mi vista abarcaba hasta el horizonte eran montes, colinas y valles postrados a mis pies. Delante de mis ojos, un tropel de nubes se mostraba simulando un galope de blancos caballos gigantes.
Para cuando me di cuenta tenía a mi alcance Hospital de la Condesa. Lo atravesé sin hacer pausa, acompañado de un pastor que me habló de corzos y lobos. Y por fin llegué a la rampa que me situaba en el alto del Poio. La señora Remedios se encontraba fuera del bar, de camino a la huerta y al verme, interrumpió su marcha.
-Lo siento, pero no tengo el refugio en condiciones y, si puedes al menos, tendrás que seguir hasta la Fonfría. No tengo siquiera agua fría -me dijo, preocupándose por mí al ver que me descalzaba. Y yo lo último que quería es que aquellos ojos expresaran preocupación por algo que solo requería comprobar que la auténtica hospitalidad del Camino de Santiago no ha desparecido del todo. Charlamos un buen rato, pero esta conversación me la guardo y nos despedimos, dejando en mi retina el ángel de su mirada. En primavera volvería a atender a los peregrinos.
Empuñé el bordón que tiró de mi mano adelante, y el Camino me envolvió a través de una senda que me llevaba solo. Aquel día habría seguido caminando sin parar hasta caer extenuado, pero entrando en la Fonfría el anochecer se cernía, el ambiente se tornaba gélido, y mis pies, mis pies de nenaza, ya no podían mas. Toqué el timbre que me indicaba el cartel de la puerta y alguien la abrió.
-¿Vienes solo?
-Si
Aunque como muy bien saben algunos, no era del todo cierto.