He dormido como un tronco. Bajo a desayunar (café, tostadas y tortilla), y para cuando recojo todo, vuelvo a salir casi a las nueve. Ayer en el bar, y hoy Edna, me aconsejan que haga los nueve km a Montesquiou por carretera, porque la lluvia de ayer probablemente habrá hecho impracticable el Camino.
Sigo su consejo, y no me arrepiento. La carretera está muy poco transitada y atraviesa paisajes preciosos, subiendo y bajando colinas. Luce el sol y en un suspiro me planto en Montesquieu. Es un pueblo pequeño, amurallado, encantador, donde descanso un rato tomando un café. Trato de visitar la iglesia pero está cerrada. La epicerie también. Así que salgo por la puerta fortificada, y por un tobogán de tierra salgo del pueblo.
Continúo un rato por asfalto, y decido coger una variante a la derecha que me devolverá a una carreterita local por la que iré a Pouylebon. Es como dos km mas corta que por el camino, el cual, por bordear el río, posiblemente esté inundado. De nuevo el paseo es una gozada y llego a Pouylebon como una rosa. Es un pueblo minúsculo con una preciosa iglesia, también cerrada. Hace calor, así que para cuando llego decido que el camino ha tenido tiempo de secarse un rato y sigo por el. Atravieso un bosque, por veces tan tupido que parece que se ha hecho de noche. Hay bastante barro pero no se pega a las botas, y entre patinazos y canturreos continúo camino. Tras el bosque, atravieso campos floridos, el sol pega bien pero he cargado suficiente agua en Montesquiou. De nuevo me meto en el bosque, y tras el, un ratito de carretera me lleva a la iglesia de ladrillo de St Christaud, del siglo XII. Me siento en un banco a la entrada a descansar (está cerrada, como la mayoría, a diferencia del Camino de Le Puy). Ahora empiezo a notar los kilómetros, hace calor y no tengo nada para comer. La idea de hoy es caminar hasta Marciac, me quedan unos trece kilómetros. Tengo la oportunidad si voy mal de quedarme en Monlezun, donde el ayuntamiento pone a disposición de los peregrinos un rincón en la Salle de Fêtes, pero me apetece más llegar a Marciac. Ya se verá.
Tiro desde la iglesia por un estrecho camino entre dos prados. Está embarrado pero practicable. Al cabo de un kilómetro o así me encuentro con un enorme tronco caído: demasiado bajo para pasar por debajo, demasiado alto para pasar mis cortas piernas por encima. Así que tiro la mochila al otro lado, trepo, me tumbo encima (cualquiera que me vea...parezco Mr. Bean) y me dejo caer por el otro lado, consiguiendo milagrosamente no escoñarme. Aprovecho para sujetar la vieira de la mochila, que me está dando la murga clinclineando todo el camino, y sigo, camuflada por el musgo que le he arrebatado al tronco. El Camino hace una bajada y empieza la pista de patinaje sobre fango. Me hundo cada dos por tres, resbalo, me tengo que sujetar con las manos mas de una vez, voy otra vez hecha un cristo. Unos tres cuartos de hora despues salgo a una campa, hay menos barro, y aprovecho para ajustar la mochila, que va floja en la cadera. Enseguida me doy cuenta de por qué: al tirar la mochila por encima del arbol la riñonera se ha soltado y no la llevo. Me cago en todo lo que se menea. Vuelta atras por la pista de patinaje, ahora en subida para hacerlo mas entretenido. Llego hecha una pena al tronco y ahí está la riñonera, carcajeándose vilmente de mi. Media vuelta de nuevo, y patiná, patiná, patinaba una niña en Paris. Ya ni miro donde piso porque el resultado final es mas o menos el mismo. Parezco una croqueta.
A la salida del atolladero, me siento en medio del barro (ya me da igual) a fumar un cigarro y a relajarme. Para darme ánimos a mi misma, telefoneo al albergue de Marciac y les digo que llegaré, tarde pero llegaré. Y sigo, con dos polainas. Tras otro paseo menos ajetreado entre bosques y prados, el camino se acerca a la carretera. Si la tomo a la derecha, llego a Marciac y acorto. Pero me pierdo el castillo de Monlezun, que veo enfrente, en lo alto. Y hace un calor horrible como para caminar sin sombra. Así que cruzo y empiezo a subir una cuesta de mil pares de puñetas hacia la iglesia de Monlezun. Cuando no llevo ni trescientos metros, veo a mi derecha el campanario de Marciac. No puede estar ni a cuatro kilómetros!. Me tienta volver a bajar y coger la carretera (por donde voy me quedan siete). Pero decido seguir jadeando por la (piip) cuesta y antes de lo que esperaba, pero empapada en sudor, estoy ante la iglesia de Monlezun. Cerrada, por supuesto, pero rodeada por el cementerio que me ofrece, esta vez si, su maravilloso grifo de agua helada y potable. Improviso una ducha de cabeza y parte del extranjero. Que alivio! Descanso un rato, tengo un bajón de energía, me quedan seis km y ni siquiera estoy disfrutando de la vista desde lo alto. Oigo el chirrido de la puerta del cementerio. Una mujer y su hijo, con los dulces rasgos del síndrome de Down, se acercan a poner flores a la tumba junto a la que yo descanso. Me voy a levantar para dejarles intimidad, pero me sonrien y me hacen el gesto de que me quede. Y de alguna manera, su rezo me devuelve fuerza y ganas. Adelante, naieta.
Salgo por un camino que pasa bajo las ruinas del castillo, dos picachos de piedra, los únicos restos de las torres, vestidos de hiedra, dorados al sol que ya empieza a bajar. Me paro un rato a "buscar la foto", sin encontrarla. Y despues me dedico a seguir sumisamente todos los rodeos estúpidos que hace el GR para no llegar a Marciac, cuyo campanario podría tocar con la mano, hasta una hora y media después. La plaza del pueblo es preciosa, amplia, con arcadas de piedra luciendo su caracter de bastida. El campanario de la iglesia es el mas alto de toda la zona, muy bello. Me siento en una terraza a tomar una cerveza y un sandwich de paté (nota del traductor: sandwich de paté en Francia es un peazo bocata de media tonelada, con una capa de paté de un cm de grosor y veinticuatro pepinillos). Bueno, ni tan mal: con esto ya hago la cena. Cuando logro terminarlo y puedo incorporarme, me voy a buscar el albergue, que está justo delante de la iglesia.
Me acoge la dueña, toda sonrisa, me enseña el dormitorio que es una gozada, con techumbre de vigas de madera y cortinas separando grupos de camitas, ademas de una completísima colección de comics de Asterix, Tintin y Spirou en cestas junto a las camas. Estaré sola de nuevo, lo cual me alegra (si, lo se, soy rarita). La señora se ofrece a lavarme la ropa en su lavadora, y se lo agradezco efusivamente, porque estoy embadurnada de barro de arriba abajo. Me invita a desayunar con ella y su marido al día siguiente por la mañana, a las ocho y media si no es demasiado tarde para mi. Decido que no es demasiado tarde y que será un placer. Y, tras el aseo, me voy a pasear un rato por el pueblo. No puedo ver la iglesia, que está cerrada tambien, pero veo una exposición de caricaturas y humor gráfico en el aula de cultura, y despues me vuelvo a la plaza a tomar otra cerveza. Al lado de la terraza donde me he sentado celebran el aniversario de una peluquería, y todo el pueblo está tomando champán y picoteando en la calle. Me da no se qué ponerme delante de una mesa y servirme, así que sigo en mi mesa probando distintas cervezas de la carta mientras escribo un rato y escucho a los chavalitos jovencísimo que hacen un jazz formidable en frente de mi mesa. Cuando bordan una versión impecable de Ochi Chornia llamo al amigo Pere Grillo, que es un apasionado del jazz, para darle un poco de envidia. Todo el pueblo vive para esta música, se celebra un festival muy importante durante la primera quincena de agosto (me lo apunto en la agenda). Cuando oscurece me vuelvo al albergue, donde me tumbo a leer Asterix hasta que caigo frita.
En la vida humana sólo unos pocos sueños se cumplen; la mayoría se roncan.- E. Jardiel Poncela