Llovía suavemente cuando por fin salí del albergue, lluvia mansa y densa de Galicia, y desayuné tranquilo, dos veces como los hobbits. Una en un bar cerca del albergue y más tarde en un café situado en el centro del pueblo, donde entablé conversación con una pareja de parroquianos. La riqueza monumentística y cultural del Camino de Santiago estaba fuera de toda duda, pero los bares y tascas que se sitúan en la ruta jacobea son una escuela de vida.
Si unos, en su tiempo, fueron creados como recintos para la oración, el recogimiento y el rezo, los otros son todo lo contrario y se complementan con los primeros a la perfección, idóneos como son para contactar con la vida real y actual que se respira en el Camino sin encontrarse de paso en él, sino enraizado en sus bordes. Ideales para una toma de contacto y empaparse de las costumbres de sus paisanos, que en ningún lugar como en una vieja taberna se sueltan con tanta confianza y se muestran tal y como son.
Me explicaron que no debía perderme de Mélide, donde comprar queso excelente y como lo hacían, pues uno de ellos había sido quesero, donde podía comer un pulpo mejor que el del Ezequiel, cuando eran la fiestas, las cuales debían prohibir, especialmente una que llamaban "el día del borracho" o algo similar, y muchos detalles interesantes que expusieron entre chupitos de aguardiente que se endosaban alegre y cuantiosamente entre pecho y espalda. Los vascos teníamos fama de pegarle duro al frasco, pero comprobaba que los gallegos no se quedaban a la zaga.
Y así me tiré toda la mañana, vagueando, hasta que finalmente el Camino me llamó, y obedecí. Del tramo que vino a continuación no recuerdo nada especial. Me limité a caminar meditabundo, sumido en mis pensamientos, la lluvia que caía lenta como una manta, era propicia para la inmersión interior y ni me enteré de la montaña rusa entre Mélide y Arzúa. Me acordé, eso sí, de Aymeric, el de antes de reencarnarse, cuando alcancé Castañeda, ya que él situaba allí los hornos donde convertían en cal las piedras que transportaban desde Triacastela para la construcción de la catedral de Santiago.
También me dolieron los pies, pero me fue complicado encontrar un lugar medianamente apropiado para descansar y atenderlos. Hasta que me guarecí un momento debajo de un puente por el que encima pasaba la carretera, y pude sentarme en el suelo húmedo, entre charcos, barro y estiércol mojado. A la par del idílico Ribadiso me cayó un chaparrón tan intenso que pasé de largo sin detenerme y llegué al albergue de peregrinos de Arzúa harto de mojarme, excesivamente pronto pero sin el ánimo de continuar por ese día. Allí me di de alta y ocupé la litera del fondo a la esquina, en la que me tumbé metido dentro del saco tipo momia un rato hasta lograr desprenderme del destemple que me había invadido.
Me llevé una sorpresa al entrar, pues se encontraba a rebosar de peregrinos que no sé yo muy bien de donde habían salido, y sobre todo como habían llegado. Estaba mal acostumbrado a la tranquilidad al final de mis jornadas y semejante bullicio me pilló descentrado y me resultó incomodo. El albergue, debido a la variedad de peregrinos de distintos países que proliferaba, se asemejaba a una modesta representación europea.
En el piso de abajo, junto a la recepción, unas peregrinas británicas cantaban canciones celtas, un italiano le explicaba algo en inglés a un danés, un gallego de La Guardia curaba los pies a una francesa de París. Todos reflejaban una armonía compenetrada de la que yo quedaba excluido. Al parecer venían varias jornadas juntos y se les notaba que habían formado un bloque caminero, y yo sintiéndome fuera de lugar pensé, si no había cometido un error al no continuar y quedarme en Arzúa. Me costaba reconocerlo, pero tenía la sensación de que iba a echar de menos hasta a Aymeric. Pues además, también pululaba gente muy rara...
Se presentó recién llegado, un tipo con un palo roto en la mano, una mochila para llevar los libros en 1º de bachiller a la espalda, zapatos antiguos de domingo y una capa de plástico comprada en un “Todo a cien” que difícilmente aguantaría la meada de un gorrión. Se me acercó y comenzó a contarme sus intenciones, que era un veterano en esto, que no sé que montón de veces lo había hecho saliendo desde Roncesvalles, que lo había llegado a hacer siete veces al año por no se que estúpida promesa incomprensible que le había hecho a su bastante perjudicado mecanismo; y que ahora no iba a Santiago, no, sino a Roma. Le miré si tendría fiebre, o si se encontraba bajo la influencia del vino; pero no, lo que tenía era peor y sus ojos fijos en algún lugar insondable mientras me hablaba lo delataban y lo dejaban muy en evidencia. Un romero que peregrinaba de Santiago a Roma con, mochila de estudiante de bachiller, zapatitos de domingo, una especie de bolsa de basura con agujeros para la cabeza y los brazos de gabardina… una señora pedrada en la cocorota y un par de santísimos cojones con la bandera de Tafalla incorporada. Se volvió tan pesado y absorbente que me lo tuve que quitar de encima escapándome a cualquier otra parte.
Después conocí a otro peor: el rayado. Este venía de Roncesvalles y se repetía como una tortilla de pepinos y ajos crudos, -En un albergue de una aldea de Burgos que parecía estar cerrado, cuando entré muerto de frío. resultó que había un hospitalero.. pero que buenas personas hay en el Camino, que me encendió el fuego, me puso sábanas y mantas en la litera y me hizo una cena con chorizo, jamón, queso y huevos fritos. Un ángel que me puso Santiago en el Camino. -Luego continuaba hablando de otro tema un buen rato y de repente me soltaba lo mismo.
-En un albergue de una aldea de Burgos que parecía estar cerrado, cuando entré muerto de frío había un hospitalero,... pero que buenas personas hay en el Camino, que me encendió el fuego, me puso sábanas y mantas en la litera y me hizo una cena con chorizo, jamón, queso y huevos fritos. Un ángel que me puso Santiago en el Camino.
Y continuaba, -Conocí a una peregrina mas buena gente, que me ayudó mucho con sus palabras de ánimo cuando estaba bajo de moral por las llanuras de Castilla, que buenas personas puedes encontrarte en el Camino... –Y volvía otra vez -En un albergue de una aldea de Burgos que parecía que estar cerrado, cuando entré muerto de frío resultó que había un hospitalero,... pero que buenas personas hay en el Camino, que me encendió el fuego, me puso sábanas y mantas en la litera y me hizo una cena con chorizo, jamón, queso y tortilla. Un ángel que me puso Santiago en el Camino…
Y así una y otra vez, con esté me daba más reparo mostrarme cortante, porque lo veía muy mal. Al principio me pareció un tipo normal, pero luego me fui dando cuenta de que estaba como una auténtica regadera, y con la excusa de que iba a por algo que guardaba en la mochila, me escaqueé.
Luego estaba un australiano mal encarado, el “caramalo”, un tipo muy raro que andaba de un lado a otro como si estuviera buscando algo que se le hubiera perdido, resultando una situación muy incómoda. Te lo encontrabas por todas partes como si lo hubieran clonado, transmitiendo la inquietante impresión de que aquel refugio de tarados estaba lleno de “caramalos”. Llamaba enormemente la atención, no solo que no se relacionara con nadie, sino que no miraba a nadie; era como si estuviera solo en el mundo y los demás fueran seres transparentes a los que el estaba incapacitado para identificar. Además empezó a manosear mi bordón, a estudiarlo, y eso francamente no me hizo ni pizca de gracia.
Me harté finalmente de la gente del albergue y opté por salir a respirar aire libre y visitar Arzúa, acompañado de un calabobos denso e implacable. El día se fue esfumando, volví al albergue a abrigarme mejor antes de cenar en una taberna de nombre muy jacobeo, y me encontré con Ángelo, al que no veía desde Sarria y me alegró volver a coincidir con él.
Fuimos juntos a cenar y mantuvimos una prolongada conversación. Ángelo tenía la virtud de animar y colocar un poco de luz en los espíritus abatidos cuando hacía falta. Como curiosidad me confesó que al australiano “caramalo”, lo había visto hacía más de un par de semanas en la provincia de Burgos, pero yendo en sentido contrario, alejándose de Santiago. Por lo tanto era muy extraño que, si entonces se alejaba, ahora estuviera tan cerca, a tan solo cuarenta kilómetros. Dada cuenta de la cena y la charla, nos retiramos bajo una noche en la que el cielo se dedicaba a arrojar el agua a cántaros. La lluvia gallega había hecho acto de presencia reivindicando por fin su protagonismo.
Fue hacia las dos de la madrugada que el albergue se convirtió en una especie de motín confuso. De pronto todo el mundo todo el mundo estaba en pie y muy alterado… Habían robado, móviles y un par de prendas de abrigo valiosas. Yo había dejado el móvil cargando en el baño, me asomé, y efectivamente no estaba. Me llevé un buen disgusto, pues aunque no servía ya casi por viejo y estropeado siempre sienta muy que le roben a uno. Además, al tenerlo apagado y con clave, el ladrón ni siquiera podría sacarle porvecho.
El australiano había desaparecido, y todas las indignadas sospechas apuntaron a el. El asunto no tenía remedio, así que volví a mi litera a intentar descansar y mi cabeza confirmaba que parar en Arzúa había sido un error.