El se quedaba, a una amiga suya le habían birlado un cortavientos de montaña y con el día que venía se sentía, aparte de muy disgustada, incapacitada para caminar, indefensa, incluso angustiada… Tenía reservado el billete de vuelta en avión para pasado mañana mismo y hoy quería haber llegado a Santiago. Tras tantas penurias, vivencias y vicisitudes, justo en el último esfuerzo, en el mismo final, se le torcían las cosas. A ver como lo arreglaban. Seguro que el italiano le ponía remedio.
Esperé a que amainara un poco, pero era evidente que eso no iba a suceder, por lo que me abroché la capa, me encasqueté el gorro, abrí el paraguas y me lancé atravesando la cortina de agua que caía del tejado del bar... percibiendo tras traspasarla que la visión se aclaraba mucho menos de lo que había calculado. Llovía a mares, con rabia, e iba a ser un día duro.
Y así fue, el día más duro de todos mis Caminos a Santiago. El sendero se había transformado en una hilera encharcada en toda su longitud, y el aguacero no cedió, ni dio tregua en todo el día. Era una lluvia que no dejaba ver, ni mirar, ni observar, ni parar a descansar, que obligaba a continuar, a dejar la mente en blanco y tirar caminando obstinadamente hacía adelante. Solo existían tres cosas: un camino diluido ante de mis ojos, el cielo llorando y yo. Todo lo demás se difuminó, pasó a un segundo plano y desapareció en una eterna y triste marcha en la que la luz había desaparecido.
Tres pausas pude hacer en la larga tirada, sin un solo momento de tregua por parte de un “madaleno” cielo llorón, que hay hasta Labacolla, y las tres las tuve que hacer al resguardo de los bares. La primera en Santa Irene, allí me desvíe unos metros a un recinto hostelero pegado a la carretera donde descansé lo justo para airear los pies y seguir. La segunda al poco rato, debido a mis pies que empezaban a ir mal y el dolor se tornaba insoportable. Tras la cual vendría una terrorífica travesía por una especie de pista forestal en la que no hacía más que mirar asustado hacía atrás y hacía arriba, ya que además de la lluvia hizo acto de presencia un viento huracanado, a modo de vendaval, que arreció desde atrás sacudiendo los eucaliptos que me rodeaban, inclinándolos peligrosamente a su santa merced como esmirriados juncos, surgiendo además un pavoroso estruendo inquietante. Pensé que se me desplomaría alguno encima y aceleré el paso como si me persiguiera un bandolero salteador de caminos.
El ímpetu de la lluvia fue aumentando y yo, es que no me lo creía; jamás había visto llover de aquel modo en mi vida. El paraguas ya era inútil y probé con la capucha, pero el viento soplaba tan fuerte que conseguía que se desprendiera siempre. La capa comenzó a no aguantar tal cantidad de agua y me fui inundando por dentro mientras bebía directamente la lluvia que se deslizaba por mi rostro. El goretex de las botas fue convirtiéndose en papel mojado. Me estaba empapando desde la cabeza hasta los pies, y verifiqué que lo del Cebreiro se iba a quedar en una anécdota menor al lado de este diluvio universal. También comprobé, con ese toque de humor que otorga la desesperación, que no me haría falta el famoso baño al que se entregaban los peregrinos medievales en el rio de Labacolla para presentarse ante el apóstol ya que llegaría limpio y brillante. Incluso pensé en sacar el jabón lagarto y enjabonarme cabeza, cuerpo y ropas mientras caminaba, en poco tiempo estaría aclarado. No soy capaz de describir aquello y habrá quien pudiera llegar a pensar que exagero al relatarlo, pero lo que me cayó aquél día fue dantesco y juro por todos mis Caminos a Santiago que jamás en mi vida había visto llover de esa manera, y yo, contra viento y marea, seguía caminando.
La tercera pausa fue justo antes de Labacolla, cuando ya sentía que no podía mas, en una especie de restaurante a mano derecha que se encontraba en el mismo Camino. Entré allí y comencé a quitarme las botas, pero el camarero no lo permitió y me mandó hacerlo fuera. Me tuve que sentar en el escalón mojado con la lluvia envolviéndome y entrar de nuevo. Era evidente que no era bien recibido y creo que estuvieron a punto de echarme, pero no llegaron a decidirse, quizás algo de remordimiento por parte de una hostelería que chupa la sangre al peregrino pero que en el fondo le parece un incordio. En otras circunstancias me habría largado despidiéndome con un exabrupto, pero en tesitura tan dramática el sentido de la dignidad se había desvanecido y tuve que tragarme mi orgullo y agachar las orejas.
Pedí un bocadillo de beicon y una cerveza que devoré y bebí de trago respectivamente, y terminé con un chupito de orujo para caldear las entrañas. Solicité unos periódicos viejos al posadero pero respondió con una negativa tan muda como tajante,... así que me vi obligado a robar del baño dos rollos enteros de papel higiénico e introducirlos cada uno en cada bota para que se escurrieran un poco. Aguanté un rato acopiando fuerzas y coraje y me marché de aquel antro donde desconocían la piedad, deseándoles que se arruinaran y, despidiéndome con deficiente amabilidad...
-Que os den mucho y gordo.
Salí y ya estaba en el Camino, continuaba lloviendo a mares a veces, otras a cántaros y el resto del tiempo sencillamente diluviaba bíblicamente. Cuando comencé a atravesar Labacolla, tiene delito pero me perdí, en el Camino Francés. Además fue en el momento más inoportuno, en la jornada que mas cantidad de kilómetros pateaba y en el día que más ha llovido desde que existo en este mundo. Insisto una vez más, el diluvio universal se queda corto comparando con la que caía aquel fatídico día.
Llegué a una iglesia, o una ermita, en Labacolla y allí me encontré con un peregrino brasileño que le estaba sacando una foto. Nos saludamos y recomenzamos camino juntos, charlando. El brasileño hablaba dificultosamente el castellano y yo tenía que aguzar los cinco sentidos para entenderle, de modo que el esfuerzo acaparaba toda mi atención. El caso es que seguimos la pista asfaltada, dejamos el cogollo del pueblo, vino después una pequeña rampa en bajada, una bifurcación y tiramos adelante dejándonos llevar por la dirección aparentemente más recta, dejando la de la derecha atrás.
Seguimos tranquilamente hablando, sobre todo el brasileño que era un parlanchín insuperable y le había cogido gusto. Cayeron los kilómetros tontamente y, llegamos a una bifurcación en un ángulo de cuarenta y cinco grados… Ni rastro de flechas, ni marcas, ni gaitas. Rastreamos los alrededores y nada.
-Por cierto ¿desde cuando no vemos una flecha?
-¡Oh, oh!... creo que desde Labacolla.
Saqué de la riñonera la ficha de la etapa, mire alrededor y se veía a nuestra izquierda una lejana carretera con mucho tráfico, destacaba a su vera un edificio característico, que a ambos pareció la TV gallega que salía en la guía al lado del Camino marcado
El brasileño decidió continuar pensando que la pista donde nos encontrábamos le llevaría a la carretera y esta a monte de gozo, pero yo no me fiaba, un sexto sentido o mi ángel de la guarda, y decidí volver. Unas dos horas mas tarde, calculé, pues desconocía la hora concreta tras la sustracción de mi teléfono móvil y no llevar reloj, fue lo que me costó retroceder y volver a situarme nuevamente en Labacolla. Me fijé bien, y en la bifurcación que el brasileño y yo habíamos cogido recto, parecía ser por la derecha. Digo parecía, porque no lo terminaba de ver claro, pero seguí ese camino en subida y comprobé mas tarde, al localizar una señal, que efectivamente lo era. En la ermita debí haber cogido por la izquierda y ese fue el inicio del despiste.
Trepé a toda máquina una cuesta por carretil asfaltado que parecía un puerto de primera y cuando alcancé la cima desfallecí. Pero no era posible detenerse y tuve que arrastrarme por un aterrador y tétrico panorama, en el que la visión era en blanco y negro de lo gris que llegaba a ser. La TV gallega apareció a mi derecha y me acordé del brasileño,-¿que coño sería aquel edificio que vimos?-desde luego no era el mismo ¿Donde y cuando aterrizaría el pobre hombre?
El resto de la marcha se redujo a una travesía oscura y solitaria en la que no vi marcas y llegué a creer que me había vuelto a equivocar. La lluvia, contra todo pronóstico aumentó en virulencia en el momento que me ponía a la par de Monte de Gozo. Pensé en parar, pero la imagen de horrendo campo de concentración que me inspiró, hizo que desistiera y siguiera dando pasos con unos pies que creía que me iban a reventar dentro de unas botas que eran un par de charcos a cubierto.
Me atropelló la noche en las afueras de Santiago de Compostela, y fue entrar en otra dimensión del temporal que asolaba aquellas tierras. La lluvia se convirtió en salvaje tromba de agua acompañada de viento huracanado en contra.
Santiago me rechazaba y lo iba a conseguir. Me arrastré por una interminable avenida, la ciudad se encontraba tan oscura que me desorienté y tuve que preguntar por la catedral. Aparecí de casualidad en la plaza de Cervantes y de allí avancé hasta la plaza de las Platerías en un último y desfondado esfuerzo, rodeé la catedral por detrás y desemboque en una solitaria y sorprendentemente inmensísima plaza vacía. Llegué al centro de esta y alcé la cabeza insensible ya a la lluvia, las gotas me nublaron la vista y sentí que de mi rostro caía el agua casi como una cascada...
Las dos inmensas torres se erguían amenazadoras contrastando contra el cielo negro, el edificio de piedra emanaba una luz translúcida y chispeante, millones de gotas de lluvia que impactaban y rebotaban desperdigándose y envolviéndola como un aura en una imagen sobrecogedora y grandiosa.
Yo, insignificante, solo, en mitad del Obradoiro, tenía en frente mío con sus puertas cerradas la catedral de Santiago. Vaciado por completo y apoyándome en el bordón, permanecí tan inmóvil como ella, la majestuosa fachada barroca de piedra de Compostela. Cara a cara, frente a frente, como en un duelo crepuscular, solos ella y yo, mojándonos y limpios con la misma agua del cielo. Allí estaba mi quimera... La quimera a la que me agarro igual que empuño mi bordón y tiro, con una mochila a la espalda, hacía adelante y hacia arriba por mano de un Camino que al parecer no te lleva a ninguna meta.