Nicolás es un ángel que decidió bajar del cielo y atender a los peregrinos del Camino de Santiago.
Así, un bendito día llegó a Belorado, un pueblecito cerca de Burgos, abrió un albergue y se dedicó a aliviar las heridas del cuerpo y del alma de los caminantes que por allí pasaban.
Al hacerse humano sobre él recayeron las limitaciones y las penas de los hombres, pero pagaba gustoso ese peaje y mantenía, a pesar de todo, su mirada limpia y su sonrisa franca.
Un día llegué, como tantos otros peregrinos, al albergue y Nicolás me recibió, como a todos, con su voz de hombre bueno, su sonrisa abierta y un “venga, duchaos, descansad un poco y, si lo necesitáis, ahí hay patatas y pimientos para preparar la cena”.
Después de un día agotador escuchar esas palabras de solidaridad me conectaron a él inmediatamente y se estableció entre los dos cierta corriente de simpatía y complicidad que duró todo el día.
Por la noche, después de dar cuenta de unas cervezas durante la preparación de la cena, y unas botellas de vino, con las patatas y los pimientos que nos ofreció por la mañana y que a todos nos supieron deliciosas durante la cena, la conversación de los peregrinos pasó de formal a amena, de amena a divertida y de divertida a íntima.
Estabamos allí los que de alguna manera habíamos intuido que la noche prometía algo más que un sueño reparador y, bajo la mirada cómplice de Nicolás, nos resistíamos a meternos en la cama, a pesar de que es “obligatorio” que todo el mundo se acueste a las diez de la noche.
Nuestro ángel bajó orujo que quería que probáramos y que resultó absolutamente delicioso y demolió las pocas barreras que ya quedaban entre nosotros y abrió de par en par nuestras gargantas y nuestros corazones.
El hospitalero lo vio –yo creo que llevaba todo el día preparándolo y en un silencio de la animada conversación nos dijo “venga, todo eso está muy bien pero en realidad ¿por qué habéis venido al Camino?” Todos nos miramos y al instante se notó cómo se apoderaba de nosotros primero el pudor, después el temor y, finalmente, el pánico.
Al final abrió el fuego Laszlo, un checo que venía andando desde Praga y que mientras hablaba evitaba cruzar su mirada con la de cualquiera de los presentes. Nos dijo: “Estoy en el Camino porque alguien me destrozó el corazón”. Nos contó su historia de desamor y concluyó: “cuando le pregunté si había alguna posibilidad de volver a empezar me dijo que era tan imposible como llegar desde mi casa a Santiago de Compostela. Al día siguiente comencé a caminar de noche. Me parecía que las estrellas eran trozos de mi corazón que había estallado el día anterior y jugué a ir recogiéndolos e ir recomponiendo mis ilusiones. Todavía lo hago cada noche. Si llego a Santiago, llegaré con él completo y fuerte y demostraré, aunque sólo sea a mí mismo, que nada es imposible si se desea con la fuerza suficiente”.
Un segundo de silencio, diez miradas cómplices a Laszlo, y Antonio, fotógrafo catalán en paro comienza su historia.
“Me quedé sin trabajo, desde hace mucho deseaba hacer esto y nada más, no me mueve más interés que pasar el tiempo”
Nicolás le apremió: “venga Antonio, cuéntanos tus motivos, los de dentro”
Después de vacilar un momento, pareció querer borrar sus anteriores palabras y, como si en realidad empezara en ese momento, dijo: “Desde que tengo diecinueve años me perdí en mil cosas que prefiero callar, no por no contarlas sino porque llevo mucho tiempo intentando olvidarlas, pero os confieso que vengo del lugar más bajo al que puede llegar un ser humano y durante meses olvidé incluso quién soy. Todo lo que tengo está en esa mochila y todo lo que necesito, en esta cocina: gente que me escuche sin juzgarme. Voy a Santiago porque está lejos y me gustaría que lo estuviera mucho más para que mi Camino no terminara nunca porque me da seguridad y confianza en mí mismo. Además, aparte de paz, me ha regalado a Marie, Marta y Laszlo, con los que llevo caminando desde hace más de quince días y que se han convertido en mi familia. Gracias a ellos y a momentos como éste he descubierto que puedo salir del pozo y que puedo mirar a la gente a la cara sin avergonzarme, que todos tenemos, aun en el peor momento de nuestra vida, mucho que recibir y algo que ofrecer a los demás”.
Sonrisas, una palmada en la espalda de parte de Denis, francés que viene desde Toulon y que casi sin darse cuenta comienza su relato.
“No lo sé, había algo en las historias que leía y que escuchaba que me inspiraba curiosidad pero en realidad no sé cuándo y por qué decidí comenzar el Camino. Pero estoy en ello, os lo aseguro. Y si lo descubro, Nicolás, te prometo volver a contártelo. Si no lo consigo antes de llegar a Santiago, volveré a casa caminando y pensaré hasta averiguar la respuesta. En cualquier caso, tú la sabrás inmediatamente después que yo”.
Cuando me llegó el turno ya había pensado mil respuestas para explicar mi aventura sin comprometerme demasiado con aquellos desconocidos, divertidas, profundas, intranscendentes... Pero no supe dar ninguna de ellas. Al comenzar, simplemente me salió: ”¿Y por qué no? Todos nos llenamos de motivos para hacer las cosas, pero en realidad las que merecen la pena, sencillamente ¿por qué no hacerlas?
La vida me ha tratado razonablemente bien y no tengo quejas excesivas. Tengo mujer, hijos, amigos, compañeros, trabajo, suerte... Durante todo el día intento ser la persona que esperan que sea y que los que me rodean se sientan a gusto a mi lado.
Pero hay momentos en mi vida en los que no quiero ser padre, hijo, marido, amante, amigo, compañero... Sólo quiero ser yo y ¿por qué no? Aquí soy anónimo. No necesito ser nada que los demás esperen que sea. No hay escondites. Si me miráis, veis todo lo que hay y no hay nada más que lo que veis. Si el Camino me da algo que no sabe darme nadie ni nada más ¿por qué no venir?.
Tengo mil razones para hacer cada una de las cosas que hago en mi vida cotidiana. Y si no las tengo, me las invento y así las justifico. Esto es otra cosa. En realidad no tengo ninguna razón especial para venir salvo que aquí me siento profundamente feliz. Pero tampoco tengo ninguna razón verdadera, auténtica, para no venir. Entonces ¿por qué no?”
Intuyo que entre lo complicado de mi razonamiento y la dificultad del idioma pocos de los que allí estaban me entendieron. Pero, casi con la última palabra alcé la vista a nuestro guía espiritual de aquella noche. Cuando mis ojos llegaron a la altura de los suyos intuí que no había dejado de mirarme en ningún momento, supe también que no me juzgaba y de alguna manera supe que él sí me había entendido, que él sí comprendía que no me llevaba al Camino ninguna razón especial. Es que no tengo ninguna para no venir y, sencillamente, me dejo llevar.
Nicolás se levantó de la mesa y, con voz pausada, como pidiendo excusas por romper la magia del momento, nos dijo “Hoy he tenido peregrinos en casa, ojalá mañana también venga alguno”.
Nadie se despidió, nadie dio las buenas noches. Uno tras otro nos levantamos de la mesa, miramos al hospitalero y nos perdimos en la oscuridad del dormitorio, desapareciendo inmediatamente para los que aún estaban en la cocina. Nicolás nos veía desfilar en silencio y nos despedía con una sonrisa que ya siempre irá conmigo.
Cuando la habitación ya estaba completamente en silencio y todos intentábamos relajarnos y conciliar el sueño, se abrió la puerta y una figura sin nombre y sin rostro, pero que todos reconocíamos, nos susurró “Buenas noches y Buen Camino”