Ordenadamente, todos fuimos pasando de uno en uno:
- "Buenos días"
- "-----------"
- "Buenos días"
- "-----------"
- "Buenos días"
- "-----------"
Hasta catorce miembros, bien contados, de la Asociación Galega habíamos pasado al interior de la taberna. Aquello, naturalmente, era una conjura. Se trataba de sacarle a "Pepe el Lacónico" una palabra, aunque fuera mínima. Alguno dijo que a él le había contestado con un gruñido. Nadie le creyó.
Todo había comenzado en el invierno de 1992, cuando iniciamos los trabajos de investigación del Camino Portugués a Santiago. Entre Pontesampaio y Pontevedra no había ni un maldito figón, ni un chiringuito al uso, nada... salvo "aquello". De tanto pasar y repasar el trazado no quedó más remedio que entrar allí. Y en "aquello" se agolpaban, por éste orden: Una barra de madera de castaño, un reloj de los de cuco, dos mesas, una parafernalia de latas de conserva con fecha de caducidad, como poco, de la primera guerra mundial, cubas de vino, escobas, aperos de labranza a la venta, un calendario con la Raquel Welch, cagadas de mosca de cuando pasó por allí el Mariscal Soult, más cubas de vino y, presidiendo aquel caos, Pepe, Pepe el Lacónico. Era lo que se ha dado en llamar un "mixto", un "Cutre Inglés" del bendito rural gallego.
Realmente el que dio con aquella taberna del fin del mundo fue mi cuate Alfredo Jeremías - abrazos Alfredo, ya sabes, hazme un sitio en la Vía Láctea,sobre todo si hay vino - que no perdonaba, bendito sea, un vino a medía mañana si el vino era "caralludo", es decir, rubio y peleón. Y Alfredo fue el que bautizó al amo con tan glorioso e histórico "alcume". Alfredo era parlanchín, abierto, franco y cordial. Vino a nuestro encuentro aterrado:
- " Chicos, no me lo puedo creer, por fin encontré una cantina y en ella hay un tipo que no habla, se expresa a gruñidos." Durante meses todos pasamos por allí. No había manera, incluso hicimos aquella especie de conjura de entrar de uno en uno para sacarle un "buenos días". Nada.
Pero Alfredo era de los que no se rendían. Como le quedaba cerca de su Pontevedra, le tomó afición, y alguna vez se escapaba entre semana para echar un vaso, estaba asombrado y fascinado por el Pepe. Una mañana de privamera habíamos bajado de La Canicouba depués de dejarla barnizada en amarillo. Entramos en la taberna. Como de costumbre, nos puso en silencio las tazas de vino. Y ocurrió el milagro:
- "¿Son vostedes do Catástrofe? Porque miren vostedes, si son dos que andar a medir as fincar pra foder a os cristians vayan a tomar o viño co demo"
¡ Así que era eso ! Nos había tomado por funcionarios "do Cátástrofe", en su peculiarísimo idioma significaba que eramos... ¡del Catastro!. Al Alfredo casí le da un patatús, algnos nos salimos fuera entre jipidos, moqueando, enfermos de risa. Alfredo, que al fin y al cabo era abogado de los importantes, se quedó explicándole lo que hacíamos, pero el Pepe no le creyó ni una sola palabra.
Pasó un año por encima de todos. Y llegó aquel milagroso Año Santo de 1993. Y estalló el Camino Portugués a Santiago. Lo habíamos señalizado y publicamos una modesta guía, presidida por el Santiago Peregrino del cruceiro de Amonisa. Fue un bombazo, de pronto las corredoiras, las aldeas, las viejas encrucijadas, descubrieron, como en los siglos, el paso de los jacobeos. Miles y miles, parroquias enteras iban en grupo a Santiago por el recuperado Camino Portugués con sus curas al frente, colegios, peregrinos que huían del Camino Francés. Un milagro que sorprendió a todos, nosotros fuimos los primeros sorprendidos, coño, habíamos hecho todo aquello nosotros solos, sin un duro, sin una subvención, sólo gracias a nuestras ganas y a los vinos de gente como Pepe. ¿Y os imagináis dónde paraban los peregrinos? Pues si, en casa de Pepe el Lacónico, el Pepe no daba a basto a vender latas de conserva prehistóricas, latas de cerveza medio oxidadas, de todo, un éxito, hasta llegó a preparar bocadillos a las ingentes masas que le hacían cola ante aquella cantina piratona, super cutre y entrañable. Había que verle preparando bocatas de salchichón, con aquellas manazas que parecían un manojo de pichas (con perdón). Solo se encabronaba cuando le pedían gaseosas americanas y cosas por el estilo:
" ¡ Bebede viño, carallo, senón queredes arransar o cú polo chan! "
Hacia finales de aquel año repasamos, en grupo, el Camino todo el equipo que habíamos estado trabajando en la ruta. Se trataba de perfeccionar la señalización y desbrozar algún tramo. Entramos, como de costumbre, en la taberna. Nos recibió un Pepe crecido que nos dirigió un mirada de inteligencia, ya nos mostraba algún respeto. Nos espetó, el muy cabronazo:
" ¡ Boa a armamos !"
¡ La madre... ! Aunque era algo. Y empezaron las charlas con Pepe. Pepe era (es) una anciano pero de allí salió la historia de un niño, un pobre niño gallego que se había ido solo a Cuba encomendado a unos parientes lejanos. Allí había trabajado como un esclavo, de recadero, subiendo sacos de carbón a las casas para amos inclementes. Una vida durísima, nos llegó a contar que uno de sus primeros "alcumes" (motes) en Cuba fue el de "el chofér" Pepe era uncido a modo de bestia al carro de carbón y, tirando del carro, recorría las calles de La Habana. Luego vino la vuelta a una aldea donde ni conocía ya a nadie (todos sus hermanos estaban en la "diáspora" gallega) ni tampoco se reconocía, solitario y huraño abrió aquella tienda-taberna donde sobrellevaba su vida y sus recuerdos.
Yo todavía, de vez en cuando, me caigo por allí, ya solo. En silencio pido un vino "caralludo", de esos que caen como un misil en el estómago y en el alma y levanto mi copa en memoria de mi cuate Alfredo Jeremías. También va por tí, Alfredo, éste recuerdo de la Taberna de Pepe el Lacónico. Son, desde luego, alegrías impagables del Camino de Santiago. Que nos dure.
Desde Galicia, abrazos, José Antonio de la Riera.